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Rapa Nui
donde la tierra guarda secretos eternos

No estaba en mis planes. O al menos no en los inmediatos. Pero ya que había llegado a Chile, me pareció una irresponsabilidad no empujar el viaje un poco más lejos. “Más lejos” aquí significa volar cinco horas sobre el Pacífico hasta una isla perdida, a 3.700 kilómetros del continente y con la siguiente tierra habitada a más de 2.000. Cuando el avión aterriza en Rapa Nui, uno siente que ha llegado al final del mapa, y que en cualquier momento va a aparecer el borde del mundo dibujado con un lápiz infantil.

El primer lujo es ese: decidir venir. No es cuestión de dinero, sino de voluntad. Con aceptar que no hay escapatoria rápida ni camino corto. La soledad de la isla, más que una condena, acaba siendo un privilegio. La isla, llamada Isla de Pascua durante siglos, se llama hoy oficialmente Rapa Nui. Territorialmente pertenece a Chile, pero geográficamente es Oceanía. Y cuando uno pasea por sus carreteras estrechas, entre volcanes apagados y campos verdes donde caballos pastan libres, entiende que en efecto está en otro continente. Quizá, en otro planeta.

Me instalé en Nayara Hangaroa, un hotel que se abre hacia el mar como si fuera parte de la roca. Desde la terraza se escucha la respiración del océano y uno puede pasar horas observando cómo el cielo cambia de ánimo. También visité Explora Rapa Nui, un santuario escondido entre praderas volcánicas que propone itinerarios privados para recorrer la isla con la calma de quien descorcha una botella y no mira el reloj. En un lugar tan aislado, la sensación de que todo está dispuesto solo para ti multiplica la experiencia.

Las jornadas se reparten entre la historia y el misterio. Ver de cerca los moáis, esas esculturas que parecen mirar más allá de nosotros, no es solo contemplar monumentos: es asistir a una conversación interrumpida hace siglos. Nadie sabe del todo por qué están allí ni cómo fueron trasladados, y esa ignorancia, lejos de molestar, lo hace todo más interesante. En Orongo, el poblado ceremonial, las piedras cuentan la historia del culto al Hombre Pájaro. En Rano Raraku, el volcán convertido en cantera, uno camina entre moáis inacabados que parecen haberse quedado dormidos a medio esculpir.

El idioma principal es el español, pero muchos habitantes hablan también rapanui, la lengua ancestral que se resiste a desaparecer. Escucharla en boca de un guía local mientras el viento barre la llanura es tener la sensación de que el tiempo anda torcido allí. Aquí conviven la modernidad de los hoteles de cinco estrellas con una vida sencilla: pescadores que traen meros frescos, niños jugando junto a un ahu sagrado, familias que cocinan curanto bajo tierra como antes de la llegada de los europeos.

Las tardes caen lentamente. El sol se hunde en el Pacífico con dramatismo casi teatral y los turistas se sientan frente a Tongariki para ver cómo el horizonte arde detrás de quince moáis alineados. Es difícil describir la escena sin sonar exagerado: el cielo rojo, el mar encendido, las figuras en sombra. Uno se queda quieto, como ellos, como si hubiera aprendido la lección de guardar silencio.

Estar en Rapa Nui es aceptar la paradoja de la lejanía. Es sentirse en un lugar inaccesible, pero al mismo tiempo profundamente humano, con rostros amables y una hospitalidad sin prisa. Es un viaje que exige voluntad y devuelve tiempo, espacio y memoria. Y que te deja la sospecha de que el lujo, al final, es esto: llegar donde casi nadie llega.

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