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Nueva Zelanda
la elegancia de estar lejos

A veces el lujo no se mide en estrellas, sino en kilómetros. Nueva Zelanda está a más de treinta horas de vuelo desde casi cualquier parte, lo que la convierte en el país más lejano que uno puede visitar sin caerse del mapa. Esa distancia ya es un filtro: no se llega por casualidad, se llega porque se quiere. Y cuando se aterriza, la recompensa es inmediata: un país que parece diseñado para recordarte que el mundo todavía guarda escenarios inéditos.

Conduje un coche de alquiler desde Auckland hacia el sur. La Isla Norte se abre amable, verde, salpicada de volcanes dormidos y lagos que parecen espejos. En Taupō, el agua reflejaba las nubes con tanta precisión que costaba distinguir qué estaba arriba y qué abajo. Dormí en Huka Lodge, un lugar donde el río Waikato suena de fondo como un metrónomo perfecto, y todo ocurre medio segundo antes de que lo pidas. Allí entendí que el verdadero privilegio de Nueva Zelanda es la sensación de que lo extraordinario se vuelve cotidiano. La ruta me llevó después a Wellington, y de allí crucé en ferry el Estrecho de Cook. El barco parecía deslizarse entre postales: montañas, acantilados y un mar que brillaba como si se hubiera encendido solo para la ocasión. Al desembarcar en Picton, el paisaje cambió de registro. La Isla Sur habla en otro tono: cumbres nevadas, fiordos que se hunden en la tierra como cicatrices hermosas, carreteras en las que la soledad no pesa, sino que libera.

En junio, la costa de Kaikōura regala uno de esos espectáculos que no necesitan publicidad: la temporada de ballenas. Primero un soplido en el horizonte, después un lomo oscuro rompiendo la superficie y, finalmente, una aleta que se eleva como un gesto de despedida. Ballenas jorobadas en migración, cachalotes residentes, delfines jugando alrededor. Estaba en la proa, helado de frío y de emoción, y tuve la certeza de que pocas cosas hay más lujosas que ver a un animal de treinta toneladas desaparecer con la misma elegancia con la que apareció. En la Ahuriri Valley me quedé en The Lindis, un hotel que parece medio escondido en la tierra, como si no quisiera molestar al paisaje. Desde la habitación veía el cielo cambiar de color con la parsimonia de quien sabe que nadie lo está apurando. No había silencio: había grillos, viento, mi propia respiración sonando demasiado fuerte. Pensé que a lo mejor ese era el verdadero lujo: darte cuenta de que el único ruido eres tú.

En Queenstown subí a una avioneta que parecía flotar más que volar. Desde el aire, Nueva Zelanda se desplegó como un mapa íntimo: glaciares brillando bajo el sol, fiordos que se abrían paso en la tierra como cicatrices hermosas, cascadas cayendo con una elegancia natural. Al llegar a Milford Sound, el agua negra reflejaba montañas infinitas y focas que descansaban sobre las rocas. Fue como entrar en un cuadro en movimiento, un secreto compartido con muy pocos. De regreso al norte, me quedó la impresión de que este país no ofrece turismo, ofrece descubrimiento. Aquí el lujo no se exhibe: se siente en las distancias, en la pureza del aire, en la hospitalidad discreta de un hotel que entiende la diferencia entre servir y adivinar. Nueva Zelanda es el rincón más alejado del mundo y, al mismo tiempo, el más cercano a la idea de belleza absoluta.

El viaje terminó donde empezó, en Auckland, con la certeza de que no hay maleta capaz de guardar un país así. Pero también con una sospecha: que el verdadero lujo, en ocasiones, consiste en estar lo suficientemente lejos como para volver a sentir que el mundo sigue siendo nuevo.

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