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Praga. Viajes a República Checa con L'Artisan by MTGlobal

Praga
ópera, mármol y melancolía barroca

El eco de las melodías de Gounod aún vibraba en el aire, suspendido como una nota final que se resiste a extinguirse, mientras el BMW negro que nos aguardaba a la salida del teatro deslizaba su presencia silenciosa por las calles adoquinadas de Praga. Era ya de noche, pero no una noche cualquiera: era esa noche final de los viajes perfectos, donde cada instante reciente comienza ya a transformarse en memoria. Cuatro días —apenas una respiración— envueltos en terciopelo, cristal tallado y música, donde todo parecía haber sido compuesto en un pentagrama invisible para nosotros.

Nuestra habitación en el Four Seasons no era solo un lugar: era un punto de contemplación. Desde las ventanas, el Moldava serpenteaba bajo la bruma con una lentitud solemne, como si estuviera también recordando. Las cúpulas de cobre, las torres góticas y los tejados de teja parecían parte de un decorado que nunca se cansaba de ser observado. Allí comenzaban nuestras mañanas: con el aroma del café recién servido, el crujido de la bollería aún tibia, y el murmullo de la ciudad despertando a lo lejos.

Cada jornada era una escena bien ensayada. Nuestra guía, Irena —voz serena, mirada cómplice— nos conducía con la gracia de quien ama cada piedra, cada sombra, cada cicatriz de la ciudad. En el Castillo de Praga, los siglos parecían haberse acumulado en capas de silencio; bajo las bóvedas de la Sinagoga Vieja-Nueva, el tiempo se detenía con respeto. El Puente de Carlos, cruzado a primera hora, nos regaló esa luz dorada que no existe en ninguna otra ciudad, cuando las estatuas parecen hablar solo con quienes madrugan.

Pero fueron las noches el verdadero clímax. Romeo y Julieta, con su amor imposible y su belleza luminosa, nos arrancó lágrimas en la primera velada. Le siguió Elixir de amor, de Gaetano Donizetti. Tan ligera como profunda, como un vino que embriaga sin darse cuenta. Y, como cierre, Werther, la obra maestra de Jules Massenet, donde la emoción alcanzó esa altura de vértigo que solo la música y el alma pueden compartir. Cada función, elegida por L’Artisan pensando en nosotros, fue acompañada de una atención que iba más allá del detalle: las butacas perfectas, el ritmo de la cena previa, el coche esperando sin anunciarse. El tipo de lujo que no se ve, pero que transforma la experiencia.

La gastronomía fue otro escenario: platos servidos como joyas, cubiertos que no hacían ruido, copas que se elevaban en un brindis sin palabras. En Field, en La Degustation Bohême Bourgeoise, en restaurantes ocultos tras puertas de madera oscura, cada almuerzo era un acto más de esta obra única. Nos sentamos en comedores donde el arte contemporáneo dialogaba con recetas antiguas, donde la pausa era un ingrediente más del menú.

Y ahora, desde el cristal ovalado de la ventanilla del avión, mientras la ciudad se funde con la bruma del horizonte, solo queda ese silencio leve y melancólico que deja la perfección cuando se acaba. Praga —teatral, íntima, eterna— nos ofreció su corazón con la elegancia de una anfitriona que conoce el peso exacto de cada emoción. Volvemos con la certeza de haber vivido algo más que un viaje: una sinfonía lenta y dorada, un acto de belleza orquestado para ser recordado.

Atrévete a soñar...
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